De «sopistas» a tunos

La tuna comenzó reuniendo a universitarios que, no pudiendo costearse los estudios, por falta de fortuna familiar, decidieron trovar por fondas y mesones. ¿Quién les iba a negar unas monedas o, al menos, ese plato de sopa, que beneficiaba a cualquier peregrino jacobeo? Así cosecharon su original apodo de «sopistas», laúd, guitarra, bandurria o pandereta en mano. Y si de paso, si entre copla y copla, caía alguna doncella rendida a sus pies, pues mejor que mejor...
Las cosas, sin embargo, han cambiado y excepción hecha de menesterosas habas contadas, la tuna se mantiene, ya como institución, gracias a las ganas de juerga, viajes, romanticismo bohemio, nocturnidad y amoríos que sigue definiendo a muchos universitarios. Tipos capaces, algunos, de llegar a abuelos haciendo vida de estudiante. No en vano, aunque el código deontológico de los tunos aconseja que ahuequen el ala, al licenciarse, muchos siguen bajo su capa por los siglos de los siglos... Incluso los hay, camuflados ellos, que nunca se matricularon en facultad alguna. Pese a la indumentaria oscura que luce todo tuno, tuno negro se denomina al falso estudiante que de ella se sirve, sin poder exhibir banda distintiva alguna en su torso. Y ese ya es, en palabras de los propios tunos, el cara dura por antonomasia... Ejerce de tunante y rufián, pícaro y granuja, según las antiguas acepciones que el diccionario daba al término. No en vano, hasta en la actual enciclopedia Larousse se recoge la voz «tuna», como sinónimo de «vida holgazana, libre y vagabunda».

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